Tras cuatro décadas desde la restauración democrática, jubilados y pensionados nunca fueron una prioridad. Una historia difícil de creer con importantes consecuencias sociales.
Para entender a qué me refiero es preciso tener en cuenta que la modificación de un sistema previsional a escala nacional es un desafío político, económico y técnico de inmensas proporciones. La serie de acuerdos que hay que realizar, las variables que es necesario prever y la ingeniería técnica que hace falta desplegar, hacen que este tipo de modificaciones lleven años de trabajo, pujas y análisis. Y que por lo tanto una vez que se realiza una modificación significativa sea muy difícil volver a alterarla en el corto plazo o restituir las cosas a su estado anterior.
Esto es así prácticamente para cualquier país, excepto para el nuestro. En los cuarenta años que pasaron desde la restitución de la democracia, no solamente vamos a ver cómo el sistema previsional muta totalmente desde lo público a lo privado, sino que también lo vamos a ver volver desde lo privado a lo público.
A su vez, veremos cómo la fórmula con la que se calculan los haberes jubilatorios será modificada a un ritmo cercano de una vez por gobierno. A esto hay que sumar los estragos que las distintas crisis van generando, los cientos de miles de juicios al Estado y el desfinanciamiento casi total del sistema a causa de la utilización de sus fondos con fines políticos y electorales. Todo esto sin contar algunos de los más grandes negociados de la historia de nuestro país, lo cual no es poco decir.
La historia, entonces, comienza en 1983, con la vuelta de la democracia y las esperanzas que esto implicaba para una sociedad golpeada por la violencia y el autoritarismo. El sistema previsional de entonces poseía, grosso modo, las características tradicionales del sistema de seguridad social tal como se lo pensaba desde fines del siglo XIX. Se trataba de un sistema pensado para un mundo mucho más estable, en el que la producción y los modos de trabajo se mantenían de generación en generación.
El hijo del ferroviario trabajaría como ferroviario y aportaría como trabajador al mismo sistema que le había permitido jubilarse a su padre, esto es lo que se conocía como “pacto intergeneracional”. A su vez, la relación cuantitativa entre trabajadores activos y pasivos permitía mantener en equilibrio la ecuación de cinco activos cada uno pasivo.
Todos esos equilibrios en la década del ochenta ya empezaban a resquebrajarse. Y en los años siguientes irían disolviéndose hasta prácticamente desaparecer. Los modos de trabajo se modifican totalmente, tanto por los cambios tecnológicos como por el cambio cultural y aspiracional de las clases medias. Ya no es posible contar con el traspaso generacional del oficio. El hijo del ferroviario quiere ser músico, malabarista, empresario o trotamundos, todo menos ferroviario.
La relación entre activos y pasivos, por otra parte, empieza a alterarse significativamente debido al envejecimiento poblacional. La expectativa de vida de la generación Baby Boom, a la que pertenezco, se estiró con respecto a lo que se especulaba en el momento de nuestro nacimiento. El envejecimiento poblacional, vale la pena aclararlo, es un fenómeno que no ha cesado y que se espera continúe alterando la conformación de nuestras sociedades en las próximas décadas.
A ese problema estructural y global en Argentina se sumaban los problemas de la propia economía. Como todos sabemos, la economía de la naciente democracia estuvo marcada por un proceso inflacionario que terminaría en los estallidos hiperinflacionarios de los años 1989 y 1990. Esa crisis se llevaría puesto todo, incluidas las jubilaciones.
Esa crisis, que en nuestros días posee una lamentable actualidad, también nos permite observar una constante que va a mantenerse a lo largo de todo este período: las jubilaciones siempre están perdiendo. Independientemente de que haya momentos breves en que esa pérdida se aletargue o se detenga, a la larga siempre vuelven a perder. Y los distintos gobiernos van inventando distintos métodos para menguar ese fenómeno, o para disimularlo, sin ningún tipo de éxito en el mediano o largo plazo.
A su vez los jubilados reclaman, protestan y, principalmente, realizan juicios que obligan al Estado a realizar torsiones, trampas y malabares de medidas para salvar la situación, para evitar pagar o para patear el problema para más adelante.
A comienzos de los noventa tenemos la primera de esas “medidas”. Para saldar deudas previsionales el nuevo gobierno comenzó a entregar los famosos “bocones”. Estos eran bonos que recibían su nombre por ser de gran tamaño. Las jubilaciones se pagaban en bocones con el supuesto de que esos bonos con el tiempo se capitalizarían a un valor mayor. No era la primera vez que se recurría a esta estrategia en nuestro país.
El problema, o la trampa, de los bocones era evidente. Ningún jubilado podía retener su jubilación durante años para esperar a capitalizarla. Por lo cual lo que terminaba ocurriendo era que los jubilados tenían que vender los bonos a inversores financieros que se los pagaban a un precio mucho menor. Los jubilados no solamente no podían capitalizarlos, sino que terminaban canjeándolos por menos plata.
Los bocones se terminaron de liquidar diez años después, en el 2001. La cantidad de jubilados que realmente se beneficiaron con ellos es computable en una cifra cercana al cero. Mientras que los inversores que en su momento los compraron hicieron su negocio.
Pero más allá de la historia de los bocones y de la hiperinflación, lo cierto era que el sistema previsional necesitaba ser reformado. Y el nuevo gobierno menemista poseía un as bajo la manga. A comienzos de los noventa el cambio a nivel mundial era inevitable. Y Argentina iba a encararlo de la peor manera posible.
Se abría el juego para la irrupción de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP), pero ésa es otra historia en sí misma.
* Dr. Eugenio Semino, Defensor de la Tercera Edad – presidente de Sociedad Iberoamericana de Gerontología y Geriatría (SIGG).
Fuente: Diario MDZ